viernes, 3 de febrero de 2012

El acto de orinar con público

Pepito fue el primero en descargar su micción en las gardenias de la señora Rosa, Emilio siguió contundente y por último Pancho. Los tres tomaron posición frente a la maseta que se encontraba en el umbral de una gran ventana a la calle.
Mientras se codeaban en el vaivén de la travesura, los tres niños de quinto año de primaria, saboreaban como nunca el acto de orinar.
Desde la cocina, doña Rosa advirtió las risas burlonas de los chamacos mocosos pero no pensó en recriminarlos, al contrario, salió a ofrecerles caramelos, conmovida quizás, por el recuerdo de sus nietos que la visitaban cada verano.
Ante la increpación inmediata de la mujer,   los chicos no perdieron tiempo. Emilio se subió hábilmente el cierre, le dio una palmada en la espalda a pancho y con una seña emergente direccionó la estampida del trío.
Corrieron rápidamente a la loma y se volvieron a lo lejos para ver a doña Rosa parada a media calle, con la mano rompiendo el aire y proyectando gritos intoxicados  de rabia pero frágiles al viento, impenetrables a los oídos de diablillos con almas salvajes.  
Al día siguiente, los traviesos críos se aventuraron en la misma hazaña. No quedaba más.
Llegaron a la misma hora, sólo que esta vez en perfecto silencio. Dejaron los morrales con útiles en la esquina de la ventana. Desenfundaron las armas de su bélica encrucijada y dispusieron casi a la par, una lluvia torrencial de líquido amarillento que terminó antes de  tiempo, por la presencia de don Tito.
   ¡ey! Jijos de su chingada madre! -Gritó el viejo.
Los mocosos saltaron del susto.  Emilio y Pepito se posicionaron con sus morrales para huir, mientras que a Pancho le faltó precisión, abandonando el lugar sin su morral por las manos amenazadoras de don Tito.
Era agosto. Los tres niños con cara de turipaches buscaban refugio ante aquella inclemente lluvia que se soltó por primera vez en el bimestre.
Los arboles cedían a la danza del viento mojado. Las nubes negras invadieron la tarde, y la tristeza, por alguna razón, cayó al corazón del pueblo.
Dos horas más tarde la lluvia cedió, la evidente preocupación de pancho por no tener su morral de utilices los hizo regresar a la casa de doña Rosa, sin la menor idea de cómo recuperarlo.
Los tres pequeños bandidos inspeccionaron desde un callejón cercano, la casa de Rosa. Estaba completamente cerrada y una laguna formada por el aguacero adornaba la puerta.
No había manera. Regresaron a la loma para pensar mejor. Y ya presionados por la  anticipada muerte de la tarde, decidieron ir a casa sin el morral.
La chispa de sus caras se había trasformado en las últimas horas y los gestos de preocupación tenían espacios cada vez más prolongados.
Esa fue la última tarde traviesa del trió. Después... ¡se hicieron hombres!
Los tres dejaron de asistir a la escuela, Pepito y Emilio fueron agregados; a sus 11 años, en la lista de campesinos del pueblo con la firme intención de  apoyar en la economía familiar.
—De todos modos ni maistro hay, tiene dos días que se fue y no va a regresar, -dijo revirando la cara el padre de Emilio, mientras orinaba en el patio.
Pancho, por otro lado, se fue del pueblo la misma tarde. Se convirtió en un peón de albañil, en una ciudad a dos horas de distancia.
La vida los alcanzo temprano, sin poder correr porque no sabían a donde ir.

Esta historia la pensó un fotógrafo después de iluminar con su flash la detención de Francisco Gutiérrez, al ver como el obrero totalmente alcoholizado, se quedaba completamente callado ante la pregunta de la justicia. — ¿Por qué estabas orinando en la calle? —Pos por falta de educación, porque va ser, contestó un vecino. 

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