martes, 6 de marzo de 2012

El amor va a la muerte

: A Gil

Después de varios minutos parado en el umbral y habiendo contemplado la casa sin muebles que tenía un espíritu cansino y estaba repleta de gente, decidió entrar.

Su presencia parecía un suspiro infinito. Arrastraba  a  su paso  una corriente de aire fresco traída de quién sabe dónde  aquella noche de bochorno.

Entró con la intención de consolarla. Después de todo, aquella pobre mujer que lloraba en el desgonzo del luto, había estado con él hasta el último instante.

Entre restos de un febrero bisiesto, sin saber qué hacer —si es que habría que hacer algo— y solo entre tantas cosas, quiso abrazarla, pero recordó la inmutable advertencia.

Ya ante el alboroto de los que se iban y venían en la pálida iluminación de la media noche,  sucumbió a la inocencia de mirarse.

El más impávido o el más frívolo  de los seres, quien fuera, se lo habrían preguntado de tajo y sin ataduras.  ¿Es esta la muerte? Cualquiera, incluso el menos virtuoso en los saberes, lo habría resuelto al momento.

Pero no aquel niño que en marzo cumplía 5 años. No el mismo día que sucumbió al desenfrenado cáncer arraigándolo al martirio del dolor casi toda su vida.

Estaban revueltas las pestes de la miseria, del olvido, del dolor, del sufrimiento, estaba revuelto el aire de estupor, de melancolía, de un vano fracaso, de un sudor frío que desaparecía en las grietas del piso de tierra. Estaban revueltos el color de la vida y el cuerpo de la muerte.

Pero él no se dio cuenta. Se limitó a descubrirse inmóvil en la esquina dónde siempre jugó con los enseres. Acostado y sonriente dentro de un ataúd blanco. Se persuadió incomprensible, pero no hizo gesto alguno.

Luego, recordó de alguna manera cómo y cuándo nació, y acercándose a su madre esquivando los cuerpos aledaños, le curó el corazón para siempre. 

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