lunes, 30 de mayo de 2011

Desperté llorando

La esperaba una hora antes. Se bajó del taxi 1982 frente a la puerta de la calle 18 de Marzo, plantó los sexis tacones sobre el pavimento y caminó hacia mí como verdadera modelo de Victoria Secret. Vestía a Chanel estilo clásico color negro; una línea de lentejuelas plateadas sobresalía del contorno de los pechos. Sacudió su largo cabello negro  hacia su derecha para acomodarse de frente y me dijo con voz delicada: —Estoy lista.
Era el verano del 2011, recién la conocía de una fiesta que organizó un amigo influyente de la política porteña. Esa noche, estaba sentado frente a ella a una distancia de cinco metros y tardé 67 minutos, 18 segundos en guiñarle el ojo. Demasiado tiempo para un conquistador bastante interesado en una dama.
El trabajo fue fácil después de cinco copas de un vino dulce  que me gustaba mucho. Me paré, erigí mi objetivo y caminé hasta su mesa.
 — ¿Quieres bailar? –Le pregunté totalmente seguro de su respuesta afirmativa.
 —No creo que sea buena idea en este momento,-contestó la muy diva señalando con la vista a la poca gente que lo hacía.
La vergüenza pública probablemente influyó en  mi obsesión porque aquella señorita estuviera entre mis brazos con intensos besos de apasionante amor.
— ¿No lo cree?, -pregunté-.
—No lo creo, -me dijo nuevamente-.
El silencio se hizo en aquella ruidosa fiesta de amigos. Mi cara se trasformó en un pedazo de totopo viejo que se olvida sobre algún refrigerador y las caras que pude ver eran de espanto y terror. Fue Luis el que me salvó de la tragedia, me abrazó de la cintura y me ofreció un “shot”.
—Vente, dijo —vamos a bailar….
Adjudiqué mi derrota a mi forma de ir vestido, a mi tono de voz al momento de hablarle, a mi aliento alcoholizante; en fin, traté de hacerme justicia para completar una buena explicación pero no hallé una convincente. Esa noche se fue entre las risas burlonas de sus amigas, entre la maldad desastrosa; subió a un Beetle rojo con la algarabía de las copas, para seguir en algún punto de la ciudad aquella borrachera extraordinaria que acabaría al día siguiente.
Así la conocí y así empezó mi obsesión por ella. Pregunté con detalles sobre sus preferencias musicales, los sitios que frecuentaba, sus pasadas relaciones, en fin, quería saberlo todo.  Era la amiga inseparable de la hermana de mi amigo Héctor Landa; Clarita Landa, dos años menor que nosotros. Desde que llegué a vivir  por azares del destino en 18 de Marzo, los conocí y tuvimos una amistad honorifica, pero nunca vi antes a Eleonora  y ellos, jamás la mencionaron, hasta el día de la fiesta cuando me acerqué a Héctor para preguntarle por la chica de los ojos cristalinos. Hasta entonces, me explicó que acababa de llegar de Monterrey, estudiaba allá y venía a pasar sus vacaciones.
    Se llama Eleonora, me dijo.

    Eleonora es un nombre hermoso.
Fueron dos largas semanas hasta el día del vestido de Chanel. Pasaron increíbles eventualidades que distinguieron esa conquista de otra en el mundo. La puedo contar con los ojos abiertos  sin perder  detalle.
Ese día salimos de la fiesta y fuimos, Héctor, Luis y yo a un encuentro con las damas de la noche. Pero yo estaba en otro mundo, las luces nocturnas no cumplieron su objetivo, una parte de mi se fue desde el primer momento con Eleonora, los gemelos —como les decía a Héctor y a Luis por su gran parecido— lo notaron en seguida y decidieron dar por terminada la fiestecita.
    A este lo perdimos, -dijo sarcásticamente Luis mirando a Héctor.

    Definitivamente. (Sonrió Héctor).

Pasé todo un día entero olvidándola, olvidando sus ojos, olvidando su rotundo no (que me pareció el más hermoso >no< de la tierra). Traté de leer alguna novela policiaca, jugar el Xbox o algo que me ayudara a olvidarla, pero no pude hacerlo, ella estaba ahí y por alguna razón no salía de mi mente.
    Qué piensas hacer, -me preguntó en el teléfono Héctor cuando le confesé mi locura desmedida por volverla a ver.

    Enamorarla, le dije.

    (risas) pero qué cosas dices. Lo que necesitas son unas cachetadas para que dejes de pensar tonterías.

    ¡No Héctor!, esta vez va es en serio, necesito volver a verla.

    Estas jugando. Sólo quieres sacar el coraje de anoche.

    No hermano, créeme que esto es diferente.

Comprendía a Héctor, jamás tomaba algo tan enserio y mucho menos tratándose de una chica que conocía; recién, una noche antes, pero finalmente lo convencí.
—Está bien, -me dijo. —Vamos a ver cómo te ayudamos “mi rey”.
Escuchaba a Mercedes Sosa cuando se me ocurrió llevarle serenata.
—Es seguro caballeros que de haber sabido, -comenzó Héctor sus disculpas a los músicos- nomas no venimos.
 —De haber sabido que nos corrían tan feo nadie hubiera venido, le dije.
No fue el único intento, han de saberlo. Nos encontramos más de una vez por los pasillos de la elegante casa de los Landa, ella jugando a perder el tiempo con Carito y yo perdiéndolo de verdad con Héctor en su cuarto.
—Tengo que hacer algo, -pensé. Es inútil quedarme así, por lo menos tengo que intentarlo.
No fueron suficientes: el ramo de rosas a la semana siguiente, tampoco los chocolates importados que Jorge muy amablemente me regaló para dárselos con el fin de  impresionarla. Nada, ni el olor de las orquídeas, ni el sabor de las nieves de coco de don Carlitos que sabía, le gustaban.
—No quiero, gracias, -me dijo, cuando la alcance afuera de su  casa en Allende, con la lengua de fuera por la carrera que emprendí cuando la vi desde el parque.
Mis amigos me diagnosticaron oficialmente loco. Todos reían cuando se reunían para contar la historia sin éxito. Eso me daba un poco de entusiasmo. Parecía obsesionado y sabía que me quedaba sólo una semana: volvería a los estudios.
Fue entonces cuando se me ocurrió. Por alguna razón ni siquiera les comente a Héctor y a Luis lo que tramaba. Me habrían echado abajo el plan… con la objeción tal vez meritoria de que ir a su casa seria una idea descabellada después de todas las respuestas negativas que obtuve.
—Está muy claro que no quiere saber nada de ti, -habría dicho Héctor.
Fui de nuevo hasta su casa en Allende. Me planté frente a la puerta y llamé. Salió con una sonrisa en la cara, como si me estuviera esperando. Me sorprendí tanto que se me olvidó por completo el gran discurso “axiomático” que ensayé para la ocasión.  Ella me invitó a la sala. Entre los pasos dudosos visualicé una hermosa casa tipo minimalista, que sólo podía ser mantenida por un petrolero de alto abolengo como su padre, don Heliodoro Azueta.
Fue tal vez tres cuartos de hora el tiempo que platicamos de todo, menos de los incidentes  desde que la conocí. Me sentí a gusto y supe que ella también. Platicamos de la mutua pasión que los dos sentíamos por la música Argentina, conté algunos chistes del pueblo, compartimos opiniones  de ciertos misterios  que la vida guarda celosa, de las carreras universitarias que cada cual cursaba y concluimos que no hay nada mejor en el mundo que  los dulces Oaxaqueños.
—Te traeré unos cuando vaya, -le dije al despedirnos en la puerta de su casa.
Fueron cuatro días excitantes. Nos conocíamos de antes, no sé, tal vez de otra vida y es que a veces  pasa;  tan sólo de cruzar la mirada con alguien por la calle se nos remueve en el alma algún recuerdo indescriptible que no podemos ni mencionarnos. En más de dos ocasiones cambio rápidamente las carcajadas por una seriedad inmediata abriendo grande los ojos para decirme que tenía un  dejavu. Así decidimos bautizar nuestra relación fugaz. Amor de otro tiempo, amor de mucho tiempo, -dicho de otra forma-.
Fue Luis el que me alcanzó a la altura del asta sobre el malecón,  cerca de mi casa. Yo manejaba la  camioneta cerrada color negra del trabajo de medio tiempo que conseguí desde el quinto semestre y él se me cerró vilmente en su VMW.
—Vamos a la casa de Héctor, tenemos algo urgente.
—Pero ahora no puedo, estoy trabajando.
—No vamos a tardar nada, es muy importante, -sentenció.
—Está bien, te sigo.
Las caras de mis amigos que se reunieron esa mañana no eran precisamente de alegría. Deduje que la reunión se trataba de algo delicado de inmediato y me dispuse en cuerpo y alma a aceptar lo que venía.  Eran seis de mis más cercanos cómplices de vida: Héctor, carlita, Jorge, Luis, Artemio y Laura.
Fue Carlita quien rompió el hielo y con toda frialdad dijo enseguida. —Es Leonora, -eh hizo una pausa larga-, sufrió un accidente y está muy grave.  
Era su segunda noche en el hospital y la primera que yo accedía a concebir el sueño desde mi cuarto. En la inmensidad del misterio que nos rodea la vi llegar hasta 18 de marzo con su traje elegante; me dio un beso en la mejilla, detuvo mis ásperas manos entre las suyas; delicadas e impacientes y antes de empezar a flotar olvidando la ley de gravedad se disculpo por el retraso. Se veía tan hermosa que no presté atención a la realidad y de repente lo recordé, recordé que la luz blanca que rodeaba su silueta era un simple sueño y desperté decepcionado de mí por no aprovechar el momento.
Desperté. Sonó el teléfono a las dos de la madrugada. Era Héctor con voz entrecortada.  —Hermano, -me dijo-, y el silencio próximo explicó el motivo de su llamada. Suspiré profundo pero no contuve el llanto.
—Te espero para encontrarnos en otra de nuestras vidas. Me susurró Leonora casi al final del sueño. —Recuerda insistir.

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