domingo, 23 de octubre de 2011

El cuarto

No necesito llave, la puerta; que no lo parece, se abre con el timbre de mi voz al instante. Es el corazón purgante de una amada convertida en protección.
Ante mí, queda el resultado de una vida exitosa, llena de comodidades y de objetos lujosos.
El piso de cerámica, cuyo color no recuerdo, está escondido bajo la alfombra amazónica que llegó una noche de invierno.
Inmediatamente, se alcanzan a la vista los objetos más extraños de mi vagancia por el mundo, de cuya explicación me honro cada que alguien; necesariamente, pregunta cómo, cuándo y dónde.
Un chasquido para encender el reproductor, que de manera inteligente, continúa con el género semanal. Mi cama, que ha de ser la  más confortable, se vislumbra siempre delicada y suave como las nubes blancas desde un avión.
Cerca del buró, a un botón, los recados emergentes dictados mecánicamente por una voz  tierna y femenina.
Al frente, dos cuadros parisinos de artistas urbanos, que contemplo sin hastío en las pausas largas de las lecturas nocturnas. Y en la mesa de cristal, el libro para la inmortalidad que casi termino.
En eso estaba, cuando un grito estrepitoso interrumpió mi delirio y me devolvió; en aquel patio, la escoba en la mano y la hojarasca al tobillo.
— ¡Hombre! ¡Y ahí! ¿A quién le hacías el amor? —Me cuestionó Jahir acostado en la banqueta, donde minutos antes empezamos el peligroso juego de soñar.
—Pues…  no sé, no haría falta, —le contesté dando las primeras sacudidas con la escoba.
— ¿No haría falta? —refutó con brusquedad. — ¿Y entonces? ¡Qué caso tiene soñar!

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