jueves, 22 de septiembre de 2011

El viaje a Bejucal

Por insistencia de Gaudencio,  viajamos un domingo último de noviembre a Bejucal. Más convencidos por el  compromiso adquirido en una borrachera imprevista, que por la tonta historia  de caballos sin cabeza, que según Gaudencio, existían por el rancho  de su abuelo.
Con mochila al hombro y el espíritu  aventurero en su esplendor,  emprendimos aquella madrugada fría, el accidentado camino hasta  la humilde casita de don Aurelio, construida en la cima de una loma despejada.
Bejucal de los Vientos, era un lugar extraño para Juan y Rogelio, que crecieron en las grandes urbes de la civilización, pero no para mí que crecí en tierra de milpas y mucho menos para Gaudencio,  quien desde niño visitaba constantemente el lugar en compañía de sus padres.
Juan, Rogelio, Gaudencio y yo,  ocupamos,  no menos de tres cuartos del día para contemplar por fin aquel escenario de las cientos de historias fantasmagóricas que don Aurelio le contó a Gaudencio, y él a nosotros.  
Don Aurelio, fue un digno representante de la cultura campesina desde sus primeros años, con machete o punzón en mano, moldearía la tierra heredada, para vivir, durante toda su vida. Estaba viudo hacia una década, cuando de manera inesperada encontró en la entrada del potrero, tirada y muerta a su compañera.
La alegría al ver a su nieto fue inmediata, nos ofreció un suculento atol de maíz que disfrutamos  al atardecer.
—Y bien —dijo Rogelio en tono de burla— dónde están esos caballos—.   —No te preocupes —contestó Gaudencio, quien nunca había experimentado alguna historia del abuelo— ya aparecerán—.
La noche fue difícil. Al día siguiente, nos despertamos envueltos en prodigiosos canticos de la naturaleza. El sol que apenas se asomaba al filo del cerro más pequeño, no lograba disipar aun el frio seco de Bejucal.
Para despertar de golpe, sentimos la necesidad de bajar al arroyo. Mientras  Rogelio se desatoraba de las púas del potrero, una batahola  de pájaros de mal agüero sacudió la mañana en el firmamento. Todos gritamos, desconcertados.
Cuando llegamos al arroyo, el sonido del agua resbalando sobre las piedras, logró apaciguar el espanto del cuarteto. Mientras nos separábamos buscando nutridos pocillos para echar una manotada de agua en la cara, Juan preguntó —Qué fue eso, —Sólo pájaros, —respondió Gaudencio con voz débil.
Y de nuevo, un ruido endemoniado asaltó la tranquilidad.
—Lo escucharon, —Preguntó con temor Gaudencio.
Nadie contestó. La réplica fue inmediata y  más intensa. De pronto una sombra adimensional apareció entre ramas secas. Un cuerpo  de cuatro patas saltó desde un barranco, cruzó el arroyo y se perdió con rumbo al potrero, me quedé petrificado. Quise voltear para identificar mi cara; desfigurada de la impresión, en la de mis amigos. Pero antes, escuché tres golpes toscos en la tierra. Juan Esquinca, Rogelio Zarate y Gaudencio Benavidez, cayeron abatidos, fulminados por un infarto al miocardio.
Nadie lo creyó.

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