jueves, 25 de agosto de 2011

Y a mí qué me importa...

Todo el mundo sabe que Salma Hayek vivió en Coatzacoalcos; ella misma lo dice orgullosa en las entrevistas donde se lo preguntan. —Soy veracruzana, —contesta.
Vivió en 18 de marzo 521 a dos cuadras del malecón costero. Estudió en el Pearson. A Don Samy Hayek, su padre, quien lleva en la sangre raíces libaneses,  aun se le observa de vez en vez por las calles de Coatzacoalcos. Vive aquí.
Con el trascurrir de los años el éxito de la carrera de la artista contrastó con los problemas familiares que finalmente terminaron en el divorcio de sus padres.
Les cuento esto porque desde hace algunos meses esta historia es necesaria en las tertulias de la noche, en el jardín de 18 de marzo 522, a lado precisamente de la casa que ahora nos ocupa. Y a donde me mudé una noche de abril.
Y es que, la casa seguramente cuenta —en estricto sentido literario— interminables anécdotas de una de las actrices y productoras más exitosas que ha dado este país.
Pero la historia no termina aquí. El panorama ahora es distinto. Esta casa de la que les cuento se encuentra prácticamente abandonada, es seguramente, guarida de ratas y culebras.
La cosa se pone mucho mejor. Hace algunos años, según una versión extraoficial, Don Sami Hayek Dominguez vendió la propiedad al cantante de música regional Joan Sebastian con fines comerciales. Al cantante se le vio hace algunos años rondando por aquí. Tratando de iniciar sus negocios.
¡Qué historia!
Lo que trae a relucir este tema no es que yo viva a lado de una casa abandonada que fue habitada alguna vez por una artista de talla internacional, ni que la misma actriz  iniciara su aventura <<Holliwoodesca>> a lado de Antonio Banderas en “Desesperado”, casada hoy  con François-Henri Pinault, —presidente del grupo de artículos de lujo y distribución PPR (Pinault-Printemps-Redoute), propietaria de marcas como Gucci, Yves Saint-Laurent, Balenciaga y Pumay mucho más— ni que ahora el dueño sea un hombre también de fama internacional con varios escándalos escalofriantes, entre ellos, los asesinatos de sus hijos.
¡No fue eso!
En realidad se los cuento porque quiero compartirles el susto que me llevé hace unas semanas por andar de bocón. Allá en el pueblo, donde lo que menos les importa es que vivas en el castillo de Chapultepec o en una casa de cartón. La única clasificación que otorgan es que no vives en el pueblo y se acabó.
Quedábamos como diez tipos al final de una boda. Llovía como llueve en los agostos del pueblo. Entre tantos amigos me fui quedando solo. El calor se prolongaba con las cervezas de cuartito que se acostumbran en la región. Y los silencios eran cada vez más espaciosos.
—Pues bien -diría alguno que entre todos no se distingue-.
—Y tú qué haces? -Me preguntó.
—Y sin más ni más, haciendo uso estricto del ego que reparten los alcoholes, emprendí una narración vertiginosa de mi vida para cerrar con la historia que antes les conté.
—Y eso a mí que me importa -dijo uno.
Otro se paró. Me miró con ojos de rencor viejo y soltó la primera agresión verbal.  
—Y con eso crees que nos vas a venir a apantallar? Cabrón?
En seguida se paró el resto de los muchachos y se atilintó el ambiente.
Era de esos momentos en los que no mides consecuencias. Que no sabes de qué te salvas si te salvas… hasta al otro día cuando recordé como les ha quedado la cara a mis amigos en historias similares…
Si no hubiera llegado Pedro; mi primo, no se las cuento con orgullo.
Y pensar que así mueren los pendejos… No era la boda del callejón de los milagros de Salma Hayek… Pero de todas maneras, me puse, como dice la canción: SENTIMENTAL.

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