lunes, 8 de agosto de 2011

El origen de las voces




Mientras sacaba de la mochila unas pastillas para la ansiedad,  escuché de nuevo la conversación en voz alta. La primera, era una voz gruesa, de hombre, esforzándose para hablar correctamente. El interlocutor era más bien discreto, contestaba en monosílabos y su voz era aguda.
En esta ocasión, me dio un poco de miedo porque a diferencia de las otras veces, no había nadie más en la habitación. Quise calmarme con suplicas a Dios, creyendo involuntariamente  que aquellas voces provenían de un ente maligno.
Sacudí súbitamente las sabanas de la cama. No había nada. Asocié inmediatamente el hecho al stress de la semana o a cualquier cosa que no recuerdo. Pero no bastó, volví a escuchar ahora una voz de mujer, compartiendo las risas con alguien más. Fue suficiente. Traté de buscar por todos los rincones el origen de aquella empedernida broma de mal gusto.
Empecé por los cuadros. Bajé de la pared  los únicos cinco polvorientos y los coloqué en el pequeño buró. Miré por debajo de la cama y para estar más seguro puse de pie aquel colchón de orines.  Les reventé el estomago a todos los animales de peluche y el algodón caía como copos de nieve al piso polvoriento.  
Pero no había nada. Pensé en mil maneras de jugar una buena broma; y fui tirando al piso los libros, la ropa, los cables, todo. Para asegurarme de encontrar el origen.
Pero la situación empeoraba. Ahora las voces eran más nítidas, como si estuvieran platicando a lado mío. Me jalaba el cabello tratando de convencerme de que no era cierto, me tapaba los oídos y la desesperación por conciliar la realidad alterna me llevó a un estado de descontrol.
Me vi sudado, confundido, desaliñado, desorientado cuando entró Sergio.
— Qué te pasa Mano, -me preguntó asustado.
— ¡Cálmate! ¡Estás como Loco!

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